diciembre 21, 2010

Negar la realidad...

Acercarse a la verdad es difícil. Hay que estar dispuesto a tomar un sendero arduo y trabajoso. Lejos de esta actitud, la Argentina eligió, muchas veces, el camino de la violenta imposición de "verdades reveladas" alejadas de la razón para resolver sus problemas.


El golpe de Estado de 1930 sentó las bases de un nefasto estilo de estas características. El general Uriburu y sus aliados ideológicos asaltaron la Casa de Gobierno y rompieron en pedazos las tablas de la ley, representadas por nuestra Constitución nacional. Este modelo arbitrario y megalomaníaco que abrevó en el nazifascismo europeo se infiltró como un tóxico en la vida argentina y contaminó la base democrática del país. Desde entonces, por ejemplo, muchos de nuestros gobernantes han intentado prolongar sus mandatos indefinidamente. Una extraña fascinación por el autoritarismo corre por nuestras venas.

Con esfuerzo, intentamos vivir en una sociedad abierta, libre y justa. Pero los enemigos de esta forma democrática amenazan la libertad y el bienestar de los ciudadanos intentando retornar a una sociedad cerrada y tribal, en la que reina el pensamiento mágico, las convicciones son inamovibles y la resistencia a los verdaderos cambios es muy fuerte. Son impostores disfrazados de democráticos.

Para los enemigos de una sociedad abierta, el fin justifica los medios. En esta idea autoritaria, el fin tiene como base un delirio: lograr que la clase elegida (los militares iluminados o los guerrilleros superhéroes), la raza elegida (los cabecitas blancas o los morochos), el pueblo elegido (Dios es argentino; la mano de Dios maradoniana nos ha tocado) o las Grandes Ideas Elegidas de los Superintelectuales (otra clase de superhéroes) basadas en el idealismo y el irracionalismo, den nacimiento a un Hombre Nuevo que sea la síntesis del hombre unido al líder autoritario, símbolo de la clase, raza, pueblo o ideología "superior", a través del cual se recuperará, al fin, el "paraíso perdido".

Sociedad, familia e individuo conforman una trama indisoluble. Las alteraciones de la racionalidad en cualquiera de los sistemas influye poderosamente en los otros. Las personas que tienen poder -léase madre, padre, líderes, dirigentes, maestros, periodistas, gobernantes, jueces, legisladores, representantes de la ley, del orden público o de defensa de la Nación- deben tener la suficiente cordura para crear un ambiente en el que individuos, familias, sociedades y -¿por qué no?- naciones puedan encontrar sentido a la vida; una vida que pueda ser vivida con orgullo y no con vergüenza.

¿En qué consiste un sistema mentalmente saludable? Es aquel que promueve y estimula el crecimiento de todos sus miembros (desde una suficiente alimentación hasta una gran estimulación) dentro de una ley que impulsa a tener cada vez más capacidad de juicio crítico y responsabilidad personal, lo que desalienta la tendencia humana a seguir ciegamente a los ídolos de turno. Es aquel que enseña que los derechos individuales o grupales terminan donde empiezan los derechos de los demás, y promueve el reconocimiento de los otros, semejantes, que no son objetos usables y descartables ni seres que deben ser doblegados si no acuerdan con nuestras ideas.

La libertad es la bandera de una sociedad sana; esta libertad no puede desligarse de la racionalidad, e incluye ineludiblemente el respeto por el semejante y la responsabilidad. Como ha señalado el filósofo Karl Popper: algunos hombres inteligentes pueden ser en extremo irrazonables y aferrarse a sus prejuicios, negándose a escuchar a los demás. El arte de escuchar la crítica es la base de la racionalidad y no se da la mano con el autoritarismo. Poder criticar con argumentos a nuestros líderes familiares, intelectuales o sociales, así como permitir la crítica y poner en duda nuestras convicciones para poder cambiar de rumbo, son signos de salud mental.

El reconocimiento de que los otros existen y deben ser cuidados crea salud social. Cuando el sistema está enfermo, ocurre lo que Gregory Bateson ha descripto muy bien al relatar cómo un joven en vías de recuperación de un episodio esquizofrénico vuelve a desquiciarse.

Internado en una clínica, este joven esperaba ansioso la visita de su madre. Al verla llegar, corre a abrazarla. En ese momento, la mamá se pone tensa y sutilmente presiona con sus brazos hacia afuera; el joven, al sentir ese movimiento de resistencia, la suelta y se aparta. La madre lo mira como asombrada y le dice: "Hijo, ¿qué te pasa? ¿Por qué no me abrazás? ¿Es que ya no me querés?". El joven no puede denunciar lo que ha percibido, o sea, el rechazo. Ha sido entrenado para el silencio. Si el joven hubiera señalado el hecho como lo había hecho alguna vez en el pasado, la mamá le hubiera dicho: "¡Cómo me podés decir eso! ¡Cómo podés pensar que te rechazo! ¿Estás loco?". Cuando la madre se retiró de la clínica, el joven atacó a una enfermera.

El joven sabía la verdad, pero no la podía decir. Si la decía, era tratado como loco. El no poder denunciar lo innegable produce locura y violencia.

¿Quién podía denunciar libremente su desacuerdo con los métodos de la dictadura? Si un joven tenía el pelo largo o barba en la época del proceso militar podía ser catalogado de guerrillero y, si disentía activamente, desaparecer para siempre. No estar de acuerdo con las ideas y los actos de las organizaciones guerrilleras significaba automáticamente ser cómplice de los militares represores. Este sistema de pensamiento muy primitivo y típico de las psicosis (paleología) hacen que un perro y una vaca sean lo mismo: ambos animales tienen cuatro patas.

Muchas veces, en nuestra historia, hemos vivido esta forma distorsiva de pensamiento; los que denuncian o no se someten, o difieren de las ideas o métodos de gobierno en distintas épocas y en la actualidad eran y son tratados como locos, traidores, gorilas, antipatria, comunistas, conspiradores, "de derecha", desestabilizadores o complotados. Como dice el escritor israelí Amos Oz: la gente que nunca cambia piensa que si alguien lo hace es un traidor.

Hoy, el término "represión" es confundido en forma irracional: la represión impuesta por las leyes en democracia es asimilada al concepto de represión de la dictadura. Es el mismo razonamiento de la vaca y el perro: dictadura y democracia son lo mismo porque tienen represión. Impedir o prohibir el inconstitucional corte de calles, carreteras o puentes -es decir, actos que coartan el derecho de los demás- es igualado al término "represión" de la dictadura militar. Oponerse a la invasión anárquica de tierras por parte de inmigrantes y de argentinos puede ser catalogado como xenofobia o ataque a los derechos humanos. El mensaje es enloquecedor. No está al servicio de la búsqueda de la verdad.

El Gobierno declara: "Quieren hacer aparecer que, como defendemos los derechos humanos, no nos importa la seguridad". Parte de la sociedad, en esta frase, es acusada de malvada, malintencionada o loca. Como el joven paciente, si se denuncia el amor hipócrita y el rechazo camuflado detrás de los "derechos humanos" y la "justicia social" que nunca llega, los gobernantes, aprovechándose como la madre del joven esquizofrénico de la circunstancial posición de poder, tildan a los denunciantes de estar contra los derechos humanos. Persiste el espíritu repetitivo: "golpes a la mente", antes que pensamientos. Mentiras frente a ver la dolorosa realidad. Ataque a la inteligencia de la población y a la ley, que pone freno a los instintos destructivos que habitan en todos nosotros.


¿Hemos alucinado múltiples realidades vividas? ¿Las personas asesinadas diariamente o los tristes hechos de Villa Soldati son producto de nuestra imaginación? ¿La impresionante expansión del perverso negocio de la venta de drogas es una simple ilusión? ¿Estamos locos y todo lo que percibimos es sólo una sensación? Debemos tomar conciencia de que nos quieren enloquecer -de la misma forma que al joven esquizofrénico- mediante la negación de la realidad que todos vemos y la proyección de intenciones propias sobre los otros. Cuanto más locos estemos, más poder tienen las mafias disfrazadas de asociaciones de seres bienintencionados. O denunciamos este repetitivo atentado contra la salud de nuestra sociedad, o seremos cómplices, como el padre del esquizofrénico, del progreso de la enfermedad y del triste futuro que nos espera

Carlos D. Pierini

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