La foto económica que deja este final de año muestra un contraste cada vez más difícil de disimular: mientras el Gobierno celebra avances en materia fiscal y presume de una supuesta estabilidad nominal, la economía real ofrece señales inequívocas de agotamiento. El deterioro industrial, la falta de inversión y el freno de la actividad son síntomas que ya no aparecen como desvíos aislados sino como el resultado de una estrategia deliberada.
La producción manufacturera acumula una caída persistente que supera ampliamente el retroceso observado en recesiones recientes. Tomando como referencia los últimos dos años, el desempeño industrial actual es comparable —e incluso peor— al de los momentos más críticos de los ciclos anteriores. No se trata de un fenómeno sectorial: la contracción es amplia, profunda y transversal. Sin embargo, su explicación dentro del oficialismo es simple: si algún rubro no resiste la mayor competencia importada, entonces “sobraba”. El esquema conceptual del Gobierno no incluye consideraciones sobre empleo, tejido productivo o densidad industrial: sólo importan los consumidores y la velocidad a la que baja la inflación.
Esa lógica se replica en toda la política económica. La obsesión por aplastar el índice de precios guía cada decisión: mantener barato el dólar, recortar el gasto a como dé lugar, evitar toda emisión que no sea estrictamente inevitable y sostener un tipo de cambio que preserve el “ancla nominal” aun cuando eso implique asfixiar al sector transable. Para el oficialismo, cualquier modificación en este menú sería equivalente a desandar el ajuste fiscal. Por lo tanto, no habrá cambios voluntarios: ni recomposición del tipo de cambio real, ni acumulación de reservas, ni giro hacia un esquema monetario diferente. Si algo cambia, será porque la realidad se imponga, no por convicción.
Pero incluso dentro de ese marco, comienzan a aparecer tensiones difíciles de administrar. La inflación dejó de descender y empezó a mostrar un leve rebote. El dólar real —tras varios meses de corrección— volvió a moverse en zonas incómodas para la competitividad. Y mientras la industria sigue recortando producción y empleo, la inversión continúa en mínimos históricos. Argentina registra uno de los peores niveles de formación de capital de las últimas dos décadas, un dato incompatible con cualquier promesa de crecimiento sostenido. A la vez, la inversión extranjera directa sigue sin aparecer: ni confianza, ni dólares frescos, ni proyectos que cambien la dinámica.
A esto se suma otro problema mayor: la estrategia cambiaria descansa cada vez más en el financiamiento externo. El Gobierno apuesta a la asistencia de Estados Unidos para sostener el tipo de cambio durante 2026 y 2027. Pero ese apoyo no es institucional ni estructural: depende de dos liderazgos políticos, en un contexto global que cambia semana a semana y con tensiones crecientes dentro del propio sistema financiero norteamericano. Es un error asumir que las próximas etapas se parecerán a la foto actual.
De hecho, los próximos meses cargan un riesgo elevado. Con la estacionalidad cambiaria jugando en contra, una oferta de divisas más baja que en cualquier otro período y una demanda que podría repuntar por vacaciones y dolarización minorista, el margen para sostener este esquema es cada vez más estrecho. Si no ocurre un nuevo aporte extraordinario desde Washington, la presión podría reaparecer mucho antes de lo que el Gobierno imagina.
El punto central es simple: el oficialismo cree que bajar la inflación es suficiente para que el crecimiento llegue solo, pero ignora que la economía real tiene tiempos, velocidades y necesidades que no encajan dentro de ese experimento. La industria no puede reconvertirse de un día para el otro. La inversión no aparece por decreto. Y ninguna competitividad sostenible puede surgir con un tipo de cambio que se aprecia mes a mes mientras se abren las importaciones sin gradualidad.
Hoy la política económica sigue una lógica que privilegia la estadística y sacrifica la estructura productiva. Si esa lógica no cambia, el riesgo es claro: que la economía llegue a la próxima etapa sin industria, sin empleo y sin capacidad de reacción ante cualquier shock externo. El mercado puede tolerar precios quietos durante un tiempo, pero no un país que deja de producir.